No falta oportunidad en la cual, cuando alguien de cierta cultura se entera de que uno es traductor, aventure la frase “traduttore traditore”, no muy seguro, quizá, de a qué se está refiriendo. Cervantes mismo dice “... y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento”.
No voy a hacer una apología de la traducción. Poco necesita una profesión semejante que alguien venga a defenderla de las malas lenguas. Pelearse con la traducción es ridículo; sin embargo, la acusación de traición por un lado pone de manifiesto la falta de comprensión del modo de operación del lenguaje y, por otro, revive dioses conocidos que cualquier persona con un poco de sinceridad no puede afirmar con certidumbre conocer.
La posición que sostiene la existencia de un significado definitivo de un texto está muy emparentada con ciertas concepciones esencialistas del lenguaje. No cabe aquí profundizar con gran detalle, dada la falta de espacio, pero a una perspectiva semejante se me ocurre contraponer la posición derrideana (con toda su carga post-heideggeriana acontecimentalista… perdón por las “palabras grandes”, pero definen mucho) según la cual el sentido está en constante formación. Hablo también desde Peirce y su semiótica infinita.
Si no fuéramos todos traditori, entonces no habría discusiones sobre las diferentes interpretaciones de un texto, no habría cuestionamiento alguno a la lógica interna del texto del autor desde el autor mismo, no habría búsqueda del sentido. Excepto que esa búsqueda del sentido conduce a nuevos sentidos, a nuevos productos, a nuevos textos. Todo texto (con excepción, quizá, del Ulysses de Joyce... humor cerebral) es abierto y se presta al comentario. ¿Y qué es la traducción sino una recreación y (cuando es buena) un comentario del texto original?
He leído por ahí en algún ensayo sobre el tema perdido en una de las tantas páginas de la red, (http://www.foroexegesis.com.ar/Monog...dad_hebrea.htm) que “cuando uno traduce está dando una interpretación, y por ende privando al texto de su originalidad…”. La pregunta sería, ¿y cuando se lee a un autor en su lengua madre, no se lo está interpretando también? ¿No se está creando un ícono, una imagen basada en nuestras propias vivencias y concepciones en base a lo que el autor expresa en el texto? Ni siquiera el autor está convencido de saber de qué está hablando, por el simple hecho de que, a pesar de ser el redactor de una tela de arañas, los sentidos del texto se le escapan incluso a él mismo. Para conocerlos todos, necesitaría conocer la totalidad de sus lectores, no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Pero poco más adelante el autor de la monografía en cuestión se muestra con toda claridad: "Así tenemos en el hebreo bíblico, una forma particular para expresar los matices propios de aquella lengua del todo especial, tan especial que Dios la eligió para revelarse”, un Dios que da el sentido absoluto a una lengua absoluta, a un pueblo elegido, que desplaza hacia un costado a todo lo profano. Es aquella palabra que tanto resuena en todos lados, la Verdad. ¿Cómo sabríamos que estamos frente a la "Verdad” si estuviéramos frente a ella? ¿Tendríamos la capacidad para reconocerla? Y si así fuera, ¿por qué todavía no la encontramos? No estamos alejándonos de la discusión sobre la traducción. Todo lo contrario: la traducción muestra que hay muchas verdades relativas posibles en torno a una misma cosa, todas en torno a una verdad absoluta que se nos escapa, que nadie puede aprehender, que incluso quien pueda llegar a aprehender, no podría jamás reconocer. Por supuesto que hay aciertos y errores, postulaciones correctas y postulaciones incorrectas en un texto, porque sería torpe negar la lógica interna del texto. Pero no se trata nunca de una lógica unívoca, una lógica inconfundible. Podemos jugar con los últimos restos de la fe en un Dios no contradictorio, y buscar la corrección de causalidades dentro del texto, escapar a las falsas simultaneidades, creer que esa lógica de la que hablaba va a conducirnos a un sentido inequívoco… pero siempre teniendo en claro que es un texto, y el texto no es el mundo.